Todo aquel que visita la ciudad de Córdoba queda prendado de ese exotismo que emana de sus gentes, sus calles y su arquitectura. Exotismo que tiene trazas y olores de un pasado grandilocuente que hizo de Córdoba el epicentro de la vieja Europa medieval. El recuerdo de Ál- Ándalus aun resuena en los rincones de Córdoba, que orgullosa lo muestra para delicia de todos aquellos que tienen la suerte de poner sus pies en la antigua capital califal. Los habitantes de Córdoba, al igual que la mayor parte de los andaluces, poseen buen talento en el arte de la historieta y la leyenda, esas historietas que se contaban en las tabernas y patios, que se aderezaban con el gracejo y el folklore popular para convertirse en autenticas señas de la idiosincrasia cordobesa. En esta ocasión vamos a centrarnos en una famosa leyenda relacionada con el edificio más representativo de esta ciudad, la Mezquita de Córdoba.
Mientras la mayor parte de los visitantes a esta Mezquita-Catedral, quedan embelesados con el laberinto de columnas de mármol, jaspe y granito, y ese magnetismo andalusí que impresiona y deleita a todo aquel que pose sus ojos sobre esa imponente estructura, otros ojos curiosos se dan cuenta de un pequeño detalle en una de las columnas situada entre la capilla de Nuestra Señora del Rosario y la capilla de Epifanía. Ese detalle se trata de una pequeña cruz grabada que narra una de las leyendas medievales más queridas por el pueblo cordobés.
La leyenda nos habla de un joven y bien parecido cristiano, trabajador de las huertas califales que cayó perdidamente enamorado de una hermosa joven árabe. Este joven enamorado y envalentado por esa bravura que otorga la juventud, le pidió que se desposara con él. La historia nos dice que ella accedió, pero lamentablemente la diosa fortuna no estaba del lado de estos desdichados amantes. Según parece la joven, justo la noche de su bautizo, fue detenida por unos soldados que acabaron con su vida y se deshicieron de su cuerpo tirándolo al río. El joven también fue detenido, pero en lugar de ejecutarlo fue encadenado a una de las columnas de la Mezquita, para doblegarlo, exponerlo y que la vergüenza cayera sobre él. La leyenda nos dice que a fin de no perder la esperanza se refugió en lo único que le quedaba, su fe, comenzando así a arañar la superficie de la columna de mármol dejando ahí el símbolo de la cruz y que quedase ahí para siempre.
Esta historia con marcado carácter oral e influida por la fantasía, el saber popular y aderezada con las dotes narrativas de quienes la contaban, se recuerda por un pequeño cartel pintado en el lejano siglo XVIII en que reza lo siguiente: “el cutivo con gran fe / en aqueste duro mármol / con la uña señalo / a cristo crucificado / siendo esta iglesia mezquita / donde lo martirizaron”.
Lamentablemente la realidad en ocasiones es un jarro de agua fría que da al traste con las ilusiones más elevadas, en este caso, lo más probable es que esa cruz fuese una de esas marcas que los maestros canteros hacían en la piedra para distinguirlas y saber cuál iba a ser su lugar en la estructura. Aun así es innegable el peso que esta historia tiene para la ciudad y los habitantes de Córdoba que repiten y cuentan esta historia con ese brillo en los ojos tan característico de aquel que está contando una verdad consumada.
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